No son las vacaciones de Semana Santa mi periodo
favorito para viajes. Demasiada gente, demasiado cortas. Suelo escoger no prolongar
los cuatro días oficiales y hacer planes sencillos. Pero son ya muchos años e intento recordar remotos viernes santos.
Algunos en Alicante, donde descubrí que en
las solemnes procesiones, los nazarenos repartían caramelos como si de una
cabalgata de reyes se tratara; donde mi hijo se apostaba al paso de los perplejos
penitentes para soplar sus velas.
Otros en Portugal, donde recuerdo estar degustando unas ricas cervezas a la vez que
escuchaba los tambores de una siniestra procesión. O aquel en Rascafría, bajo
una fría y torrencial lluvia que tan cerca estuvo de acabar con el fervoroso paisano que -cubierto apenas con un sudario- representaba a Jesús en la cruz.
Y en Madrid, donde por primera
vez reparé en las llamadas “manolas”, las mujeres vestidas de negro, con
mantilla y peineta, con tacones que aprietan, a veces de rodillas, siempre con pendientes y collares de perlas. ¿Qué pecados habrán cometido para sufrir
tanto y merecer tanta penitencia? Es algo
que siempre me pregunto al ver pasar las procesiones. También me sorprenden los
personajes que las encabezan, esos tipos henchidos de orgullo, luciendo
condecoraciones y agarrados a sus bastones
de mando. Confieso, no obstante, que las procesiones alguna vez me han conmovido;
no es fácil permanecer insensible al sudor de los porteadores ni a la bella
imaginería de algunos pasos magníficos.
La Semanas Santas son, además, ese momento
para revisitar Ben-Hur, Espartaco y otros clásicos
del cine. Son ratos después del potaje de vigilia, el bacalao o las torrijas en
los que la televisión nos atrapa, queramos o no, y nos dejamos mecer entre cabezadas
de ensueños… como ese viaje del año
que viene.
Hoy en España: 157.022 contagiados, 15.843 muertos, 55.668
curados
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