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martes, 13 de abril de 2021

Generaciones

Me entero,  leyendo una noticia de “sociedad”, de lo que son los “tronistas”: concursantes en el programa “MyHyV” (Mujeres y Hombres y Viceversa), aspirantes a encontrar pareja,  que ostentan  la estética impuesta en el programa. A saber: ellos depilados, marcando el six-pack abdominal, con cortes de pelo esculpidos y, a ser posible, aunque no se vea, con cerebros diseñados en la factoría Berlusconi/Tele5 (ya sabemos de qué va,  no hay ni que explicarlo); ellas neumáticas, teñidas y maquilladísimas, con  cerebros similares a los de los muchachos. Y mi mandíbula … se  derrumba.

Comparto unos días buceando con un grupo de jóvenes treintañeros y asisto, atónita, al exhibicionismo que alimenta la red social Instagram. Resulta que no eres nadie si no compartes fotos y recibes muchos likes de tus incondicionales seguidores. No importa lo que pienses, solo cuentan las imágenes, los posados, la vida en rosa y en burbujas de felicidad. Me quedo atrás, definitivo.

Conozco con parejas que tienen gatos, perros, play station, juguetes varios a los que cuidan más que a sus semejantes. Trabajan y juegan. Lo tienen bastante claro: no les interesa la política ni la cultura, menos aún procrear o perpetuarse. Y mis cejas se elevan incrédulas.

Escucho compartir confidencias a unas niñas de entre 12 y 14 años y no entiendo la paradoja. Son aplicadas, educadas y estudiosas, pero sus conversaciones giran en torno a qué te pones, qué te compras, qué tienes, de qué marca, cuánto tienes, cómo combinas los colores... Estas niñas copian a sus madres y a sus abuelas, a quienes mencionan a menudo con admiración.  Y me invade la triste sensación  de que hemos avanzado poco o, quizá,  de que en realidad a muchas mujeres, aun siendo muy  capaces y responsables, lo que de verdad  les entretiene es la banal conversación.

Saludo a algunos vecinos del barrio. Se han hecho mayores casi de repente y se han hecho locales, perdiendo interés hacia otros horizontes. Es normal, se supone que no nos podemos mover. ¡Pies quietos! ¿No será ésta una reacción demasiado exagerada? Me propongo no imitarlos.

Salgo por el centro de Madrid  y es como si no hubiera un mañana. Las terrazas abarrotadas, los grupos bien numerosos y agrupados, los jóvenes ya dispuestos a no renunciar a un minuto más sin su cervecita y sus risas. Y me pregunto si tienen o no razón. Mientras, sus padres se  esfuerzan, como lo han hecho siempre, y cumplen, como está mandado, con las normas; se vacunan, se aíslan, se asustan. De tanto hablar de lo mismo, la p. pandemia, me he quedado sin opinión, me he difuminado.

Leo Feria, una novela de Ana Iris Simón, escritora de 29 años. Es manchega y narra sin complejos la vida de sus abuelos, feriantes. Medita sobre su "evolución" milenial y urbanita, que encuentra cada vez día más desmotivante y descubre la "autenticidad" de las sencillas vidas de su familia. La Ana, el Jose Mari, la bonica y otras expresiones populares que utiliza me rechinan en las primeras páginas, hasta que le cojo el tono y descubro mensajes  interesantes, con carga de profundidad. Lo que me descoloca es reconocer la insalvable distancia entre las escritora y la generación de sus padres. Porque descubro que donde están sus padres también estoy yo ahora. Y es que avanzamos, nos separamos de quienes nos preceden y luego, rápido y  sin notarlo,  nos quedamos atras. Me desubico. 

R., que es teleco y joven, me habla de las criptomonedas, del blockchain, de la inteligencia artificial, en definitiva, de una sociedad menos controlada y más igualada gracias a la "objetividad" de las máquinas... y me cuesta seguirle, y se me salen los ojos de las órbitas. 

Y así, comparando hechos y distintas generaciones voy aceptando o desechando,  a la vez que asumiendo,  la inevitable evolución de las costumbres y los gustos, en definitiva, de los cimientos que alguna vez creímos inamovibles y ahora se desvanecen,  sin pena ni gloria.  ¿Pena? Creo que no, quizá un poco de melancolía.