Pensar en la calle me agita la sangre…
apetece y acobarda. No sé qué me asusta
más si el virus o los sujetos pesantes. Esos que lanzan su mala baba sin sopesar
audiencias ni medir consecuencias; sin recapacitar sobre la veracidad de aquello
que tanto les enoja. Hoy El País daba unos datos escalofriantes del nivel alcanzado
en los comentarios de los lectores, hablaba de “ciénaga de ataques e
insultos”. Yo hace tiempo que salí de las redes sociales al percibir la
sangre goteando en el colmillo de aquellos que encuentran odio hasta para
hablar de los pajaritos que cantan o que las nubes se levantan. Me salí,
mejor dicho hui, deserté, cuando tras la
muerte de un montañero catalán en el Himalaya varios comentarios celebraban
el accidente increpando al fallecido cosas como “¿Ahora qué?; ¡te va a
repatriar tu p.m!” y otras lindezas.
Me quedo con la belleza. La que volverá
mientras me protejo del sol con gafas y visera;
la de sudar caminando en el monte y después recuperarme con una cerveza fría; la de
escuchar música brasileña y contemplar mi alegría emerger sin barreras; la de reírme
a lo tonto cuando veo a alguien tropezar. También la de mis amigas, creciendo
en buenas vibraciones, y la de mis hijos, cuando comparten recetas con su
abuela. La de una copa de vino acompañando un aperitivo aderezado con charlas entrecruzadas
e interrumpidas. La de mis compañeras de pilates y yoga, cuando suspiramos
satisfechas y relajadas al final de una clase. La de un texto que releo porque
no puedo creer cómo estoy tan de acuerdo o porque no lo entiendo, pero parece que debiera. La del silencio
y la luz en aventuras bajo el mar. La de mi sobrina bailarina, que se viste de
rojo y llena su escalera de arte y belleza en estos días de confinamiento. La
de los aplausos en un pequeño teatro. Esa delicia de compartir un bocadillo sentados
en unas piedras mirando a lo lejos. La
de los cosquilleos en el estómago cuando salimos de viaje… la de jugar a vivir.
Hoy en España: 169.496 contagiados, 17.489 muertos, 54.727 curados
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