Maravillosa la ironía de Martín Patino, cuando a través de sus personajes inventados nos cuenta con tono inocente el gusto del Caudillo y su esposa por ciertas tonadillas que ensalzaban los valores patrios. Divertida la aparición de Antón Reixa en un falso programa coloquio donde defiende la música de vanguardia, la movida, y ridiculiza la copla. Aún más ocurrente la erudita réplica del marqués, ensalzando un género artístico a sus ojos universal. Tiernas resultan las intervenciones de un diplomático amigo del marqués quien recapitula y explica la pasión del personaje por el “artisteo”; su habilidad para emparejar artistas con intelectuales, políticos con empresarios de la noche o diplomacia con copas de Jerez y rasgueo de guitarras. Y emocionante la definición que hace uno de los personajes cuando afirma que cada copla es una historia completa y compleja, un drama casi siempre, interpretado valientemente por una sola persona, quien, sin escenografía, sin adornos ni efectos especiales, derrocha poderío vocal y expresión corporal para transmitir emociones a muchos grados de temperatura.
En la España de los
años 40, 50 y hasta 60, cerrada a cal y canto a la cultura exterior, las coplas
inundaban las ondas y acompañaban la sombría cotidianidad en blanco y negro.
Los oyentes las cantaban también, porque las letras y las músicas de las coplas
son pegadizas aún sin quererlo. Otra cosa es el contenido, especialmente rancio
respecto a los géneros. Los hombres eran
casi siempre guapos, toreros, machos, marineros y dominantes, aunque también
sufridores. Las mujeres eran situadas en
dos extremos; o eras beata o eras puta, hija, no había otra opción. Y entre tanto, mucho dolor, mucho amor y mucha traición. En una sociedad censurada, dice el marqués de
la película, la copla insinuaba y permitía soñar con lo prohibido. Puede que
tenga razón, aunque la interpretación
literal de la mayoría de las letras no pasaría hoy ni un solo test para la
igualdad de género.
El documental está lleno de populares canciones, muchas de cuyas letras conozco, aún sin saberlo, de memoria. Mi madre cantaba mucho en casa; eso sí, metía sus morcillas y con ellas las he guardado en el fondo de mi memoria. Es curioso, me sé las letras pero pocas veces, o más bien ninguna, me he preocupado por entender las historias que narran. La copla me parecía del periodo carpetovetónico. Ahora, a través de estos “Ojos verdes” he recordado a mi madre, la he escuchado cantando y al mismo tiempo he descubierto, no sin sorpresa, otro significado de la canción española. Una experiencia inesperada y nutritiva.
Ojos verdes (1996) pertenece a una serie
hecha para televisión de siete películas sobre Andalucía llamada
"Andalucía, un siglo de fascinación".