Lo confieso: yo no creía, pero ahora creo*.
Tranquilos… No, no se trata de
hablar ahora de posicionamientos de fe, ética o moral, sino de contar el
trayecto de un esfuerzo colectivo, que partía, creo, de la
incredulidad. Porque ¿Cómo diablos íbamos a convertir en teatro
unos poemas? ¿Cómo daríamos sentido e interpretaríamos unos versos tan
profundos y personales como los que plasmó José Hierro en
su Cuaderno de Nueva York? Comprender,
aunque fuera solo a medias, los poemas, ya era un reto, pero
¿desentrañarlos, domarlos, interiorizarlos, expresarlos, representarlos y,
encima de todo, transmitirlos? Ciertamente, parecía imposible
o, siguiendo con el tono de esta crónica, increíble.
Rebobino, somos seis mujeres que
una vez a la semana se reúnen con Luisa Armenteros, actriz y
profesora, para estudiar, analizar y jugar al teatro. Nos gusta
opinar, darnos la razón, o quitárnosla; pero no estamos nada seguras de
necesitar un público que nos contemple y, menos aún, que nos juzgue ¡Ya estamos
creciditas!
Luisa explica que sin público no hay
teatro. Recopila bellas citas de grandes autores como refuerzo,
y lo entendemos, pero… nos da miedo. El público es la sombra que nos persigue
durante las últimas semanas, cuando los ensayos avanzan… pero las dudas y las
equivocaciones persisten y delatan nuestra débil fe.
Luisa reparte las intervenciones,
establece tiempos, ritmos, movimientos y ordena los espacios. Nosotras
empezamos a pensar en luces, atrezzo, música, vestuario… ¡hasta diseñamos un
folleto y un póster que anuncia el gran día!
Seguimos trabajando y dudando. Nos
falta energía, entusiasmo. Nos falta fe. A nosotras seis. A Luisa no. Sabe,
porque lo ha experimentado muchas veces, que el escenario, las luces, la
música, la responsabilidad y el público (¡qué pase!) nos dará la fuerza y la
seguridad que, por el momento, no encontramos.
Casi al límite de la fecha
establecida, espabilamos.
El ejercicio teatral está listo -más nos vale, pues el día D está al llegar-. Vestiremos con diversas combinaciones de blanco y negro, unas tiras de luces imitadoras del neón enmarcarán la escena mientras desde un televisor surgirá la música acompasada con evocadoras imágenes. Seis sillas se convertirán, gracias a José Hierro, en la cubierta de un barco, las butacas del Metropolitan, los pasillos de un hotel, los bancos en un claustro, el trono del Rey Lear, las sombras y las calles de Nueva York...
Se apaga la luz, el público guarda
silencio (han venido nuestros allegados, posiblemente más por compromiso que
por interés). Salimos, no hay vuelta atrás. Tenemos ganas. Suena la música.
Delante, detrás, entre las sillas, van sucediéndose los poemas. ¡Y, oh
milagro!, los sentimos, los disfrutamos, los transmitimos. Creo, ahora
sí, que algo logramos. El público se sorprende, no lo esperaba.
Aplausos.
Otra confesión, la última: he soñado con esos
aplausos, me han gustado tanto que hasta pienso que me atrevería a hacerlo otra
vez.
Biblioteca Miguel Delibes, Madrid. 13/06/2024 |
*Mientras escribo resuena en mi cabeza la canción de C Tangana y Nathy Peluso “Yo era ateo, pero ahora creo”