Qué un poeta como Federico García Lorca naciera en Fuente Vaqueros, Granada, España, allá por 1998 debería ser considerado un verdadero milagro. Poeta eterno, pleno de energía, belleza, música, alegría y dramas ancestrales. Y este país, España, que le inspira, le alimenta y al que ama, va y lo asesina, fríamente. Por nada, porque sí, porque había rencor, mucho rencor, del malo. Es un hecho tan trágico que no parece ser verdad, salvo que lo es, aunque nos aflija y nos avergüence, lo es.
Pero Lorca ha
resultado ser infinito e inmortal, mal que les pese a sus asesinos, a los rencorosos y a los ignorantes. Así lo mostró
ayer Alberto San Juan en el espectáculo
teatral que ha titulado Nueva York en un poeta y que presenta, vestido
como un crooner junto a los músicos de La Banda, en el Teatro Bellas Artes de Madrid.
Alberto -le
llamo así porque es uno de mis fetiches teatrales de los últimos tiempos, a quien visito con frecuencia en su Teatro del
Barrio- explica al final de su brillante recital, que lo escuchado no tiene ni
una coma añadida. Se trata del discurso casi íntegro que pronunciaría Federico
en la Residencia de Señoritas de Madrid, en 1932. Tenía muy reciente su estancia en Nueva
York - desde junio de 1929 hasta febrero de 1930. En su viaje de
vuelta se detendría tres meses en Cuba.
Es bien conocido que esta especie
de año sabático en la gran metrópoli americana sacudió a Federico. Su
alma de poeta no podía sustraerse al extrañamiento espiritual y sensorial que le
provocaba Nueva York. Era allí un solitario españolito, perdido en el torbellino de la gran ciudad arruinada y desquiciada por la gran depresión, el crack bursátil del que luego tanto
hemos sabido, desgraciadamente. Cuando Lorca vuelve a su hogar, decide contarlo y a los poemas creados en Nueva
York añade esta bellísima conferencia plena de inspiración. Estos poemas, ya lo
indica el mismo, no son nada sencillos, pues así, complejas e infinitas son las
emociones que le asaltan entre las cornisas de los rascacielos. Y partiendo de esta complejidad, que
contrasta con el desnudo escenario, Alberto San Juan utiliza con oficio su potente y versátil
voz para acercarnos al poeta, a su viaje. Y lo hace tan felizmente que los
versos se convierten en imágenes y los rascacielos, la niebla, la multitud, los
negros, las cornisas, los cielos se palpan, sucesivos como en un viejo documental
en blanco y negro. Los vemos, los sentimos y nos emocionamos.
Alberto hace
pausas, silencios, y se retira a ratos del escenario. Nos deja unos instantes con las bellas
melodías que interpretan los músicos.
Y se lo agradecemos, porque el texto y
sus evocaciones son tan intensas que necesitamos esos momentos para recomponernos; para intentar retener alguna frase, algún verso, alguna
imagen que después, en soledad, intentaremos saborear con parsimonia.
El final del espectáculo es pura energía, verdadero clímax. Federico se aleja en barco de Nueva York. Lleva en su corazón experiencias diversas, lleva ya recuerdos y también experimenta aflicción y cierto alivio. Llega al Caribe donde le reciben, nos reciben, con sorpresa, la luz, los colores, los sones, una pizquita de España …. Y una vez más, eternamente, los allí presentes, echamos de menos a Federico y aplaudimos y movemos incrédulos la cabeza ¿Cómo pudieron robarnos a una criatura tan extraordinaria?