Qué gran iniciativa la del Museo del Prado al reunir lo mejor de la casa en las salas principales e invitarnos a visitarla. Sin prisas, sin aglomeraciones, conscientes de que esta excepcionalidad es consecuencia de un hecho sin precedentes: la alarma y el encierro provocados por el virus Corona.
Ayer fue mi reencuentro con este Museo que amo y que conozco menos de lo que me gustaría pero con el que, poco a poco, sin pausa, voy estrechando afectos. Cada vez son más mis cuadros favoritos. En concreto, cada vez son más mis pequeños detalles favoritos, esos que no ves a primera vista porque estás fascinado por una pose regia, un milagro o un desnudo y que, sin embargo, suelen encarnar los guiños de los autores, dueños y señores de sus lienzos, que se divierten cumpliendo con sus mecenas a la vez que, de rondón, les cuelan un auto retrato o una crítica sutil.
De la vista de ayer, que sin duda repetiré, me quedo con esa búsqueda de
los detalles que compartí con P y E. La primera, entusiasta del museo, como yo.
La segunda, en fase iniciática de este edificio albergador de tanta belleza y
tanta historia. Creo que el detonante fue que antes de iniciar el recorrido, nos
detuvimos ante el cartel de la exposición en el que se habían recortado, sobre
la fachada del edificio de El Prado, unos
cuantos detalles de los cuadros más famosos. No era difícil reconocer la
alusión a las Meninas o a Carlos V a caballo, pero había también limones,
flores, querubines y otros enfoques que despertaron nuestra curiosidad.
Después, fue extraordinario irlos encontrando, tan campantes, en esquinas y
fondos de grandes obras. Destacaré el perro de “El Lavatorio” de Tintoretto,
porque nos descubrió un suelo que pondríamos en casa, si viviéramos en Venecia,
claro; también al bello y frío Cardenal de Rafael, que a punto estuvo de salir
a convertirnos; o al bello Durero en su autorretrato, a quien seguramente aplica
la canción de Carly Simon “Eres tan creído” (You are So Vain); los diferentes
tonos de negro en los trajes de algunos personajes de Velázquez, que igual son los precedentes de la
“España negra” que tanto nos gustaría olvidar; los fondos de El Greco, cuya dramática
religiosidad casi nos espanta, porque es tormentosa, y sin embargo, imanta con colores
verdes, rojos y azules que se rebelan casi alegres entre los grises del drama y el pecado.
Y esa composición barroca, donde todo
es movimiento y pasión, con Hipómenes y Atalanta, de Guido Reni, compitiendo. Y los infinitos azules, desde el
de El Paso de la Laguna Estigia, de Patinir, a los del manto de la virgen en los
cuadros Tiziano y en la Anunciación de Fray
Angélico. También los limones en los bodegones de Juan Sánchez Cotán o las
delicadas y hermosas flores de Clara
Peeters.
Una verdadera delicia (aunque sin el Jardín de las Delicias; vimos otros cuadros de
El Bosco, pero yo no vi el Jardín) que pienso
regalarme, de nuevo, en breve, pues me faltó disfrutar de Goya y muchos más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario