La narración de la muerte del ciudadano afroamericano estadounidense George Floyd ya está en Wikipedia. Ocurrió el pasado 25 de mayo en la ciudad de Minneapolis, cuando desde un establecimiento denunciaron que George Floyd había pretendido pagar con un billete de 20 dólares, aparentemente falso. Fue inmobilizado por la rodilla de un policia que apretaría su cuello durante ocho minutos y 46 segundos, hasta su asfixia. De nada valieron sus gritos ni, finalmente, sus susurros diciendo “no puedo respirar”.
La indiscutible y cruda violencia de los policías locales (tanto la de aquel que inmovilizó a la víctima como la de sus compañeros, que lo consintieron impasibles) ha levantado olas de protestas y violencia en Estados Unidos y de enorme indignación en el resto del mundo. La gasolina al fuego la ha echado el presidente Trump, quien parece disfrutar con cualquier polémica que descalifique a las minorías. Añadir a las condolencias para la familia la ya “antológica” frase «Cualquier dificultad y asumiremos el control pero, cuando comience el saqueo, comienzan los tiroteos», ha encendido a los ciudadanos estadounidenses y sobrecogido a medio planeta. Está claro que el presidente de EEUU no comparte punto de vista con muchos de sus ciudadanos.
Tampoco Luis Alfonso de Borbón parece estar muy en sintonía con la crudeza de los hechos. Al parecer, muy preocupado por una imagen de los disturbios en la ciudad de Louisville (Kentucky) donde se apreciaba a la estatua del rey Luis XVI (su antepasado) perder una mano, lanzó este mensaje en Twitter: “Como heredero de Luis XVI, y ligado a la defensa de su memoria, espero que el daño sea reparado y la estatua sea restaurada. Quiero agradecer de antemano las medidas que las autoridades tomarán”.
Lo aterrador es que, una vez más, la historia se repite y las soluciones no llegan. Recuerdo perfectamente los llamados “disturbios de Los Angeles” de 1992, cuando la sentencia absolutoria de cuatro policías que habían propinado una terrible paliza a un taxista afroamericano, desató una violencia inusitada que se saldó nada menos que con 54 muertos y más de 2.000 heridos, sumados a multitud de pillajes e incendios provocados. Fue durísimo. Cuando la violencia se calmó, apenas creció, durante algún tiempo, la sensibilidad respecto al injusto trato hacia los ciudadanos afroamericanos por parte de las autoridades. Mira por donde, en 1995, O.J.Simpson logró, a la cola de las protestas, su absolución por falta de pruebas respecto al asesinato de su mujer. Después, las cosas más o menos volverían a su ser, es decir, a la discriminación descarada.
Recuerdo, de entonces, la película Grand Canyon, de 1991, donde se apreciaba bien la tensión racial que de alguna manera anunciaba la explosión que llegaría al año siguiente. Y así estamos hoy.
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