Ser madrileño nunca ha sido fácil. Los nacidos en Madrid no solemos ser bienvenidos en ciertas regiones de España; nos consideran “chulos” por definición y en general, arrogantes. Seguramente no están faltos de razón quienes aprecian esas lindezas en los ciudadanos madrileños. Lo cierto es que la mayoría de los madrileños hoy lo son por adopción más que por su origen. Son escasos los “gatos” genuinos y quizá el carácter madrileño no exista. Podríamos decir que no es más que una amalgama de costumbres, si bien muy contaminadas por las incomodidades de la gran ciudad y aliñadas con el anonimato que brinda el asfalto y la masificación.
Si tuviera que elegir lo que me gusta de Madrid destacaría el hecho de que cuando en esta ciudad te presentan a alguien no necesitas saber de dónde es ni quien es su familia. Si vive en Madrid, pues ya es de aquí. Lo curioso es que, en general, casi todos los vecinos “importados” que viven, usan, sufren y disfrutan Madrid, no la consideran su ciudad. Quizá por eso está tan mal cuidada y tan sucia.
El Estado de Alarma ha impregnado al madrileño de inéditas esencias. La primera quizá fue el disfrute del silencio y la soledad de las calles. Desde aquellos ya lejanos tiempos en los que Madrid se vaciaba en agosto no nos habíamos visto en una situación parecida. Como los madrileños somos bulliciosos, el silencio lo empezamos a combatir con calurosos y merecidos aplausos a los sanitarios. Después, al silencio respetuoso se sumaron las impertinentes caceroladas…, empezaban las “madrileñadas” al más rancio estilo capitalino que culminarían con las rojigualdas manifestaciones del barrio de Salamanca en busca de ¿“libertad”?.
Mientras, la ciudad más vilipendiada, Madrid, ha sufrido y sigue sufriendo, como pocas, la crisis del colapso sanitario, las muertes en residencias, el desplome económico y la incertidumbre de millones de habitantes encerrados en hogares diminutos y poco preparados para acoger a sus huéspedes tan a largo plazo. Porque Madrid puede sentirse orgullosa de sus bares, su vida nocturna o su amalgama de gentes, pero muy poco de sus viviendas. Es como si la siempre atractiva opción de “salir” diluyera el evidente fracaso urbanístico. Porque en Madrid muchos ciudadanos viven en casas pequeñas, oscuras, interiores, ruidosas, sin terraza… que la cruda y larga realidad del confinamiento ha convertido en jaulas, no precisamente doradas.
A punto de finalizar el Estado de Alarma, el resto de España considera que los madrileños llegaremos como manada en estampida a sus pueblos y pequeñas ciudades. Y encima llenos de virus. No me extraña ese recelo, la recien bautizada madrileñofobia, porque somos muchos y en el saco cabe de todo. Un vistazo por un pueblo de la sierra el pasado fin de semana puede ser ilustrativo: lleno hasta los topes de vehículos aparcados en cunetas y parajes naturales. La mayoría de los excursionistas parecía no saber muy bien que es lo que tenía o podía hacer una vez que había logrado salir de la ciudad: ¿Comer un chuletón? ¿Dar un paseíto con un bastón de caminante y una mochila? ¿Beber agua de una fuente? ¿Comprar souvenirs? Si me hubieran preguntado, les hubiera dicho algo muy sencillo: respiren y… por favor, respeten.
En España 244.328 total diagnosticados, 27.136 muertos*, 150.376
curados.
*Continua el estancamiento de los datos de fallecidos por discrepancias de criterios entre Ministerio de Sanidad y CCAA
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