Por
fin en Fase 1, en Madrid hemos podido desplazarnos en la provincia y reencontrarnos, si bien con mascarilla, con “personas” de verdad, sin
pantalla. Es curioso, creíamos que sería raro vernos sin
tocarnos, pero tras unos primeros e inseguros segundos sin besos ni abrazos y
una vez marcada una ligera distancia, las conversaciones afloran y sin darnos cuenta,
casi nos olvidamos del dichoso virus. Al parecer, los
hábitos sociales no se cambian a golpe de decreto.
No
tengo demasiada casuística aún, pero sí la intuición de que quienes no hemos
sufrido la enfermedad ni el paro hemos vivido esta situación como una
oportunidad para observarnos, para ver de qué éramos capaces o, simplemente, para
conocer todos los rincones de nuestras casas. De pronto, sin estar jubilados llegaba
el reto: quédate en casa y aprovecha que no tienes compromisos ineludibles para
ser quien quieres ser, para hacer lo que te gusta o te gustaría.
Porque
en una gran ciudad como Madrid se vive deprisa y la prisa nos estresa. También nos sirve de excusa para no escuchar, no
pensar ni parar quietos. Es como si estar cansadísimo fuera un “plus”, una
distinción de personas activas, que trabajan mucho, salen mucho y disfrutan
muchísimo. Aún más, que si tuvieran tiempo, serían aún más activas, más
altruistas, más cultas y hasta más interesantes.
Algunas
actividades hechas en casa, analógicas, que me han contado. La decisión de cocinar
y comer bien para compartir comidas y conversaciones con hijos ya muy adultos;
la reuniones en el sofá para revisar ciclos de cine clásico con jóvenes a los
que el blanco y negro les suena a pleistoceno; las sesiones comunes de gimnasia;
los teñidos de pelo de hijas a madres; las consultas informáticas de padres a
hijos; las reparaciones caseras que llevaban pendientes tanto tiempo y que han
quedado mucho mejor de lo esperado; la puesta en orden de cajones, armarios y trasteros;
las lecturas y las revisiones musicales; las decisiones conjuntas. Pequeñas cosas,
entrañables. Sin prisa.
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