Ayer comí sola en el restaurante del gimnasio. Había poca gente y como tenía cercana una mesa con tres señoras (entre
70 y 80 años) no pude evitar escucharlas.
Me gustó su tono afable. Se notaba que se conocían hacía mucho tiempo y
había confianza. Seguramente eran viudas. Hablaban de comer sano, de sus hijos,
nietos y maridos; de recuerdos comunes y también de su infancia y juventud. Les
parecía que su generación había sobrevivido a cambios increíbles en la sociedad,
más que ninguna otra o desde luego más que cualquiera de los jóvenes de hoy en
día. En sus tiempos, llevar pantalones era
una osadía, igual que mostrar cualquier signo de cariño en pareja. Recordaba una
de ellas la regañina de un amigo del opus cuando una tarde se encontraron y su marido le había pasado el brazo por encima
del hombro. O aquella vez, cuando apenas tenía ocho años y su madre le plantó
un lazo y un brazalete negros como luto por un tío que ni siquiera conocía. “Hoy
ya nadie se pone de luto”.
Sin lamentarse, reconocían que entonces eran muy inocentes. Destacaban que solo se tenía un poco de cada cosa pero
que, quizá por eso, todo se apreciaba más. Para otra de las señoras era sorprendente que dos de sus nietos, adoptados por su hijo en Etiopía, rechazaran
comidas exquisitas refugiándose en las pizzas y las hamburguesas “¡Llegaron
muertecitos de hambre y ahora, ya acostumbrados
al bienestar, ni siquiera aprecian que tienen piscina en casa!
“Nuestros hijos son muy diferentes a nosotras, son todos ateos”,
comentaba la tercera. “Mis nietos no han hecho la comunión, ni les interesa
nada de la religión. Fijaos que la mayor me dijo el otro día qué vaya tontería tener una imagen de la virgen en casa”. La
mujer se sentía un poco ofendida y pensaba que la niña estaba muy mal educada.
Ella, en su casa, tenía lo que quería y
no ofendía a nadie. Su compañera de mesa explicaba que su hijo y su nuera también
eran ateos, y además, de izquierdas, pero que tenían una desahogada economía. “¡Ya
verás cuando venga el coletas y les quite la casa!” exclamaba divertida,
recurriendo a esa máxima de la clase media acomodada que entiende como contradicción
tener dinero y ser, a la vez, respetable y de izquierdas. Lo decía sin acritud,
era su punto de vista, a pesar de que sus hijos le intentaban demostrar que tal
contradicción no es un “decreto ley”.
Al final llegaron los postres y el arroz con leche adquirió todo el protagonismo. “Yo es que si no tomo el postre dulce, ¿para qué salgo a comer fuera?”
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