Hace ahora dos años emprendí la tarea de narrar los días de confinamiento domiciliario establecido en prácticamente todo el planeta a causa de la expansión incontenible, desde China, del virus Covid 19. La situación era tan insólita que durante casi cuatro meses, casi todos los días, fui refiriendo hechos, preocupaciones, anécdotas, ocurrencias… y anotando datos. También fui descubriendo el nuevo uso de ciertas palabras, otras formas de trabajar, de relacionarnos; íbamos, todos, asumiendo cambios insospechados en nuestras vidas que ahora, dos años después parecen haberse instalado para quedarse, como si nada. ¿yo, con mascarilla? ¿yo, tres veces vacunada? ¿yo, sin querer viajar? ¿yo, sin entrar en un bar? Si, sí, sí, sí.
El pasado mes de febrero nos levantamos con la espantosa noticia de que
Rusia, como se venía temiendo (anunciando) desde hacía semanas (quizá más,
según los expertos), había comenzado la invasión de Ucrania.
Y a diferencia de que hace dos años, han
pasado treinta y cinco días sin que pudiera escribir ni una línea al respecto. No sé bien cómo explicarlo, aunque sé que se
debe a los sentimientos que describen dos palabras tan incuestionables como son
las palabras miedo y negación. Miedo a una catástrofe planetaria y negación más
bien por auto supervivencia, porque la vida cotidiana te obliga a levantarte,
seguir, seguir y muchas veces mirar a otro lado. Es como si escribir guerra, leer
sobre la guerra, hablar sobre la guerra azuzase, igual que el aire al fuego, esta
monstruosidad tan dolorosa como lamentablemente real ¡Está pasando ahora!
Treinta y cinco días mirando de reojo las
noticias, las imágenes, los dramas y pensando, deseando, que esto sea corto,
que negocien, que se reconcilien, pero también sabiendo que estamos en manos de
mentes muy peligrosas, expuestos a geo equilibrios inestables, sentados no ya
sobre un polvorín sino sobre todo un arsenal atómico.
Cuando narraba sobre la Covid, reflejaba cada
día el número de contagiados, también el de los fallecidos. No sé si puedo, no sé si
quiero, dejar constancia del número de heridos, de muertos o de refugiados que cada día genera esta guerra.
Por el momento, solo se me ocurre recopilar algunas de las infinitas preguntas
que nos acechan desde hace 35 días.
¿Cómo es posible? ¿Pero dónde está Ucrania? ¿De
verdad nos vamos a quedar sin pan? ¿Tengo que acaparar comida, por si acaso? ¿No
existe ningún mecanismo para parar una invasión en pleno siglo XXI? ¿Para qué
sirve la ONU? ¿Hay almas capaces de ordenar
bombardear, matar, expoliar y expulsar a personas como tu y como yo, que
no han hecho nada? ¿Qué nos va a pasar? ¿Se apretará el botón nuclear? ¿Cómo nos
protegemos si el conflicto llega a nuestras casas? ¿Puedo convertirme de la
noche a la mañana en un refugiado? ¿Cómo podemos ayudar? ¿Y qué va a pasar con
esa pobre gente, como tu y como yo, que ahora no tiene casa, porque ya no tiene país? ¿Y cómo se sienten esos jóvenes
(rusos y ucranianos) rebuscando el odio en sus bolsillos para matarse unos a
otros? ¿De verdad vamos a mandar armas? ¿Se puede ayudar con más guerra? ¿Habrá
negociación? ¿Veremos a los líderes de ambos bandos, ahora enemigos, darse la
mano en un tratado de paz? ¿A quién beneficia esta guerra? ¿Hay buenos y malos?
¿Se avecina un nuevo orden mundial? ¿Qué va a ser de todos esos refugiados, expulsados de sus casas, de su país, de sus vidas y desperdigados por el mundo?
Ni idea. De momento, abro el grifo y me digo:
un milagro ¿Me lo merezco? ¿Se acabará? ¿Y los ucranianos, por qué no pueden
abrir sus grifos y disfrutar del agua, de la tierra, del aire de este planeta
lleno de odios?