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jueves, 31 de marzo de 2022

Día 35º en la guerra iniciada por Rusia en Ucrania.


Hace ahora dos años emprendí la tarea de narrar los días de confinamiento domiciliario establecido en prácticamente todo el planeta a causa de la expansión incontenible, desde China,  del virus Covid 19. La situación era tan insólita que durante casi cuatro meses, casi todos los días, fui refiriendo hechos, preocupaciones, anécdotas, ocurrencias… y  anotando datos. También fui descubriendo el nuevo uso de ciertas palabras, otras formas de trabajar, de relacionarnos; íbamos, todos, asumiendo cambios insospechados en nuestras vidas que ahora, dos años después parecen haberse instalado para quedarse, como si nada.  ¿yo, con mascarilla? ¿yo, tres veces vacunada? ¿yo, sin querer viajar? ¿yo, sin entrar en un bar? Si, sí, sí, sí.

El pasado mes de febrero  nos levantamos con la espantosa noticia de que Rusia, como se venía temiendo (anunciando) desde hacía semanas (quizá más, según los expertos), había comenzado la invasión de Ucrania.

Y a diferencia de que hace dos años, han pasado treinta y cinco días sin que pudiera escribir ni una línea al respecto.  No sé bien cómo explicarlo, aunque sé que se debe a los sentimientos que describen dos palabras tan incuestionables como son las palabras miedo y negación. Miedo a una catástrofe planetaria y negación más bien por auto supervivencia, porque la vida cotidiana te obliga a levantarte, seguir, seguir y muchas veces mirar a otro lado. Es como si escribir guerra, leer sobre la guerra, hablar sobre la guerra azuzase, igual que el aire al fuego, esta monstruosidad tan dolorosa como lamentablemente real ¡Está pasando ahora!

Treinta y cinco días mirando de reojo las noticias, las imágenes, los dramas y pensando, deseando, que esto sea corto, que negocien, que se reconcilien, pero también sabiendo que estamos en manos de mentes muy peligrosas, expuestos a geo equilibrios inestables, sentados no ya sobre un polvorín sino sobre todo un arsenal atómico.

Cuando narraba sobre la Covid, reflejaba cada día el número de contagiados, también el  de los fallecidos. No sé si puedo, no sé si quiero, dejar constancia del número de heridos, de muertos o  de refugiados que cada día genera esta guerra. Por el momento, solo se me ocurre recopilar algunas de las infinitas preguntas que nos acechan desde hace 35 días.

¿Cómo es posible? ¿Pero dónde está Ucrania? ¿De verdad nos vamos a quedar sin pan? ¿Tengo que acaparar comida, por si acaso? ¿No existe ningún mecanismo para parar una invasión en pleno siglo XXI? ¿Para qué sirve la ONU? ¿Hay almas capaces de ordenar  bombardear, matar, expoliar y expulsar a personas como tu y como yo, que no han hecho nada? ¿Qué nos va a pasar? ¿Se apretará el botón nuclear? ¿Cómo nos protegemos si el conflicto llega a nuestras casas? ¿Puedo convertirme de la noche a la mañana en un refugiado? ¿Cómo podemos ayudar? ¿Y qué va a pasar con esa pobre gente, como tu y como yo, que ahora no tiene casa, porque ya  no tiene país? ¿Y cómo se sienten esos jóvenes (rusos y ucranianos) rebuscando el odio en sus bolsillos para matarse unos a otros?  ¿De verdad vamos a mandar armas?  ¿Se puede ayudar con más guerra? ¿Habrá negociación? ¿Veremos a los líderes de ambos bandos, ahora enemigos, darse la mano en un tratado de paz? ¿A quién beneficia esta guerra? ¿Hay buenos y malos?  ¿Se avecina un nuevo orden mundial? ¿Qué va a ser de todos esos refugiados, expulsados de sus casas, de su país, de sus vidas y desperdigados por el mundo?

Ni idea. De momento, abro el grifo y me digo: un milagro ¿Me lo merezco? ¿Se acabará? ¿Y los ucranianos, por qué no pueden abrir sus grifos y disfrutar del agua, de la tierra, del aire de este planeta lleno de odios?

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