Me entero, leyendo una noticia de “sociedad”, de lo que son los “tronistas”: concursantes en el programa “MyHyV” (Mujeres y Hombres y Viceversa), aspirantes a encontrar pareja, que ostentan la estética impuesta en el programa. A saber: ellos depilados, marcando el six-pack abdominal, con cortes de pelo esculpidos y, a ser posible, aunque no se vea, con cerebros diseñados en la factoría Berlusconi/Tele5 (ya sabemos de qué va, no hay ni que explicarlo); ellas neumáticas, teñidas y maquilladísimas, con cerebros similares a los de los muchachos. Y mi mandíbula … se derrumba.
Comparto unos
días buceando con un grupo de jóvenes treintañeros y asisto, atónita, al
exhibicionismo que alimenta la red social Instagram. Resulta que no eres nadie
si no compartes fotos y recibes muchos likes de tus incondicionales seguidores.
No importa lo que pienses, solo cuentan las imágenes, los posados, la vida en
rosa y en burbujas de felicidad. Me quedo atrás, definitivo.
Conozco con
parejas que tienen gatos, perros, play station, juguetes varios a los que
cuidan más que a sus semejantes. Trabajan y juegan. Lo tienen bastante claro:
no les interesa la política ni la cultura, menos aún procrear o perpetuarse. Y
mis cejas se elevan incrédulas.
Escucho
compartir confidencias a unas niñas de entre 12 y 14 años y no entiendo la
paradoja. Son aplicadas, educadas y estudiosas, pero sus conversaciones giran
en torno a qué te pones, qué te compras, qué tienes, de qué marca, cuánto
tienes, cómo combinas los colores... Estas niñas copian a sus madres y a sus
abuelas, a quienes mencionan a menudo con admiración. Y me invade la triste sensación de que hemos avanzado poco o, quizá, de que en realidad a muchas mujeres, aun
siendo muy capaces y responsables, lo
que de verdad les entretiene es la banal
conversación.
Saludo a
algunos vecinos del barrio. Se han hecho mayores casi de repente y se han hecho
locales, perdiendo interés hacia otros horizontes. Es normal, se supone que no nos
podemos mover. ¡Pies quietos! ¿No será ésta una reacción demasiado exagerada?
Me propongo no imitarlos.
Salgo por el
centro de Madrid y es como si no hubiera
un mañana. Las terrazas abarrotadas, los grupos bien numerosos y agrupados, los
jóvenes ya dispuestos a no renunciar a un minuto más sin su cervecita y sus risas.
Y me pregunto si tienen o no razón. Mientras, sus padres se esfuerzan, como lo han hecho siempre, y
cumplen, como está mandado, con las normas; se vacunan, se aíslan, se asustan. De
tanto hablar de lo mismo, la p. pandemia, me he quedado sin opinión, me he difuminado.
Leo Feria, una novela de Ana Iris Simón, escritora de 29 años. Es manchega y narra sin complejos la vida de sus abuelos, feriantes. Medita sobre su "evolución" milenial y urbanita, que encuentra cada vez día más desmotivante y descubre la "autenticidad" de las sencillas vidas de su familia. La Ana, el Jose Mari, la bonica y otras expresiones populares que utiliza me rechinan en las primeras páginas, hasta que le cojo el tono y descubro mensajes interesantes, con carga de profundidad. Lo que me descoloca es reconocer la insalvable distancia entre las escritora y la generación de sus padres. Porque descubro que donde están sus padres también estoy yo ahora. Y es que avanzamos, nos separamos de quienes nos preceden y luego, rápido y sin notarlo, nos quedamos atras. Me desubico.
R., que es teleco y joven, me habla de las criptomonedas, del blockchain, de la inteligencia artificial, en definitiva, de una sociedad menos controlada y más igualada gracias a la "objetividad" de las máquinas... y me cuesta seguirle, y se me salen los ojos de las órbitas.
Y así,
comparando hechos y distintas generaciones voy aceptando o desechando, a la vez que asumiendo, la inevitable evolución de las costumbres y
los gustos, en definitiva, de los cimientos que alguna vez creímos
inamovibles y ahora se desvanecen, sin pena ni gloria. ¿Pena? Creo que no, quizá un poco de
melancolía.
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