Conducir en
Madrid se está poniendo peliagudo. No siendo yo muy amante del volante, cada
vez se me hace más cuesta arriba convivir con patinetes, cabifys, ubers,
bicicletas, peatones absortos en su móvil y, sobre todo, con ciertos
conductores que consideran los intermitentes un adorno; quizá piensan que los
que van detrás solo tienen que adivinar sus intenciones.
En este
contexto, a bordo de mi automóvil, giraba con cautela en un semáforo con la
flechita en verde; decidí frenar un poco
al observar una figura al borde de la acera quien, cómo no, miraba su
móvil, haciéndome sospechar que igual se
lanzaba a cruzar por sorpresa. Me fije en la persona: muy delgada, en vaqueros,
un adolescente de género indefinido cuyo
largo pelo le cubría prácticamente toda la cara. En realidad, a mí me daba
igual chico o chica; pensaba en eso
fugazmente mientras avanzaba y ya empezaba a perder de vista al peatón/ona
cuando mi cerebro detecta una mirada, un solo ojo que, entre los cabellos, separa la vista del móvil y mirando al vacío, concentra,
como en una poesía, toda la tristeza de una vida apenas estrenada.
Recogí esa mirada, la computé, quedó unos minutos grabada en mi retina. Y no hay nada más que contar, la historia no tiene fin, pero refleja la fuerza de un instante intruso en nuestros recorridos cotidianos.
Veinte días después, a la misma hora, el mismo semáforo, el mismo adolescente. Cruza sin mirar y tengo que frenar. Lo veo de espaldas, su ojo sobre la pantalla de su móvil. Es un muchacho. Sigue pareciendo triste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario