La excepcional situación que vivimos convierte cada una de nuestras
actividades en casi un milagro. La semana pasada batí mis récords: fui al
gimnasio, a comer a un restaurante, al teatro y a un museo. Disfruté, como si
fuera la última vez, cada uno de esos momentos que parecen “casi normales”, pero
que no lo son en absoluto. Las mascarillas, el distanciamiento o los inevitables recelos ante las respiraciones
ajenas, los convierten en desventuradas excepciones.
Ayer, regresaba tarde a casa de una clase de yoga a la que tan solo
asistimos dos personas y me invadió la tristeza. A pesar de intentar el regreso
a las rutinas, de hacer de tripas corazón, las cosas no marchan ¿Cómo es
posible que hayamos llegado a esta situación? ¿Cómo hemos aceptado que incluso
podemos morir si nos descuidamos?
No he vuelto a leer las crónicas que escribí allá por los meses de marzo,
abril, mayo, junio… y que tanto me ayudaron a mantener la cordura “en
confinamiento”, pero si recuerdo cierta
ilusión, cierta complicidad social ante un fenómeno insólito que pensábamos,
inocentes nosotros, podría convertirse en un primer paso para contrarrestar los ridículos enfrentamientos políticos que ya entonces tan hartitos nos tenían.
Siete meses más tarde han desaparecido las bromas, los memes, los aplausos, diría que hasta la solidaridad, para dejar aflorar, sin trabas, la inoperancia, la torpeza y la manipulación de los políticos y sus asesores. Y, sorprendentemente, siguen apareciendo vocablos que pasan de obsoletos a frecuentes, de extraordinarios a cotidianos. Esta semana toca toque de queda. Toca el modo cenicienta, vida hasta la medianoche. Mientras esto escribo ya habrá grupos quedando a las 12:05h, porque a no pocos les ponen las fiestas clandestinas, sin mascarilla, sin gel hidroalcohólico… todo en aras de la libertad ¿De expresión? No, idiotas, libertad diseñada a la medida de algunos tarados.