A seis meses de distancia (¡medio año de vidas!) las primeras semanas del estado de Alarma hoy se antojan hasta románticas. Todos en casa, calentitos, mirándonos estupefactos desde las pantallas de nuestros dispositivos; dispuestos a aguantar a toda costa, a salvarnos, a eludir a la parca; motivados para seguir con nuestro trabajo a distancia, disfrutar de nuestros hogares y nuestros compañeros de viaje, cocinar, ordenar, compartir, ejercitar nuestros cuerpos y nuestras mentes; con tiempo para la lectura, la música o el cine… no estuvo mal, vale, pero un rato, no toda la vida. Conocimos entonces una ciudad silenciosa, la que solo usaban los mensajeros, los sanitarios y los policías guardianes del “sitio”, esa ciudad que se alegraba con los aplausos -aquellos que empezaron fuertes y languidecieron por el cansancio de muchos y el odio de unos pocos. Cuantos días, cuantas cosas. Muchos globos sonda, muchas ilusiones, demasiados adioses, pocos resultados.
Al final, en junio, como si saliéramos del toril, nos desparramamos sin apenas
orden ni concierto, cuidando cada uno de sí mismo, con los corazones algo
tristes. Pero qué importaban los detalles, las decepciones, las pérdidas o los
desengaños, volvíamos a la “normalidad”, ahora llamada “nueva” éramos libres y
teníamos muchas deudas que saldar, numerosos reencuentros a los que acudir.
Lo extraordinario fue que al salir, todo parecía estar igual que antes
-para quienes no habíamos perdido a nadie, por supuesto. Quedabas con la
familia o los amigos y tras los primeros instantes de desconcierto al tener que
evitar el abrazo o el beso, las cosas eran “casi” como antes. La comunicación on
line nos había mantenido más o menos al día, solo había que “seguir” y
celebrar que estábamos vivos. Quizá me
hubiera gustado constatar o compartir algún cambio, nuevas perspectivas en las
personas o en las relaciones; pero reconocí escasas ganas de rememorar o reflexionar
sobre la pesadilla. En definitiva, poco
interés por el interior. En su lugar, el triunfo de una especie de consigna, del
tipo “corramos un tupido velo”, sobre
nuestras vidas de encierro, para así abalanzarnos con estruendo hacia la vida de
antes, la de siempre. Reconozco por mi parte cierta resistencia respecto a esa
vuelta, deseando, en su lugar, mantener un
poco más el estado “de reflexión” que no
de “alarma”, que nos brindó el confinamiento. Pero no es fácil oponerse a lo
cotidiano: verano, amigos, terrazas, aire, espacio, charlas… han difuminado el
horror, o sea, el Covid, que seguía
triunfando durante estas semanas veraniegas. Y hoy, a punto de estrenar
septiembre (la vuelta al cole) los rumores y la certeza de que la pandemia
continúa sobrevuelan nuestras siestas. ¿Lo vamos a soportar? ¿Cómo?
Y otra pregunta: ¿No hubiera sido más eficaz esforzarnos conjuntamente, todos, para enfrentarnos con nuevas armas a la epidemia en lugar de empeñarnos en volver a lo de siempre: fiestas, futbol, discos, playas, cervecitas…? Y he aquí más contradicciones, caigo en la trampa. Otra vez la responsabilidad, la culpa, “sobre los ciudadanos” Aún no hemos olvidado que la crisis económica que todavía nos maltrata fue porque los ciudadanos habían querido comprar sus viviendas y solicitado muchos créditos a los bancos, que por cierto, los daban como churros. Y ahora hemos querido vacacionar como si nada y la vemos vuelto a cagar. Se me ocurre que a lo mejor los que gobiernan podían haber gestionado un poco más, no digo siguiera mejor, digo más. Ayer retomé una de mis rutinas confinamiento, clase de fitness en Youtube. Lo hice sin pensar que a lo mejor me estaba preparando ¿Otra vez?
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