“Estuvo
fenomenal, además, ¡no había nadie!”. Hace 43 días, una frase así era habitual
en mi ciudad. Madrid es una ciudad ajetreada y bulliciosa. Basta que pienses
que has tenido una idea genial -por ejemplo, que como es 1 de agosto, no habrá
nadie en tu restaurante favorito o que como todos se han ido de puente es un
buen momento para pasear por el centro- para que compruebes que montones de
personas han tenido, curiosamente,
idéntica ocurrencia. Resultado, vuelves a casa, cierras la puerta tras de ti y
te juras que nunca más te pillarán en otra encerrona multitudinaria. Como te ha
pasado cientos de veces (en Navidad, saliendo de fin de semana, en centros
comerciales, en museos…) valoras extraordinariamente cuando, sin planificar,
consigues cenar, sin reserva, en un
restaurante que casi nadie conoce todavía, o cuando logras esquivar la
operación salida huyendo por casualidad en un momento diferente. Nada como
saborear un teatro en un martes de Euroleague, cuando a la salida te tomas unas
cañas junto a los actores… porque “no había casi nadie”.
Pensaba en
todo esto contemplando un bellísimo video con imágenes del Parque de El Retiro
en primavera y sin nadie, es decir, ahora. Veía los rincones de césped que
tanto desgasté en mi juventud riendo con los amigos y corriendo cuando el
malhumorado guarda -todavía con un uniforme de los tiempos de Carlos III-
llegaba para echarnos. En aquellos
primeros años de la Transición, una sentada juvenil en el césped del Retiro era
una conquista social, por cierto.
Después salí a hacer una compra. Elegí un super
un poco alejado para estirar las piernas y disfrutar de una tarde primaveral
espectacular. Me encontré admirando las calles sin nosotros, aplastando
sentimientos contradictorios como las ganas de llorar frente al colegio y los
bares cerrados o el regocijo de patear una acera en exclusividad. Vi unos
contenedores de basura que brillaban de tan limpios y flores silvestres que
ocupaban el lugar de las pisadas. Respiré el aire limpio y levanté la mirada al
cielo azul. Me pregunté si la ciudad está mejor, o no, sin nosotros.
Hoy algo ha
cambiado, se ha permitido salir a los niños - media hora y en un radio de un
kilómetro de sus casas- y han llegado ruidos nuevos hasta mi ventana. Con los
niños, padres y otros espontáneos han salido a la calle y se han parado en las
aceras para, a metro y medio de distancia, gritarse algunos saludos o
preguntarse sobre esta pesadilla: “¿Cómo estáis?” “Yo ya no puedo más”, “Yo lo
he pasado, he estado fatal”, “Yo, como tengo perro, salgo cada día” “Hoy piso la calle por primera vez desde que
empezó esto”: “A ver qué pasa”.
No puedo evitar cierta pereza respecto a volver
a la “normalidad”. Como es algo que me pasa cuatro veces al año con los cambios
de estaciones, pienso que quiera o no,
al final lo llevaré bien. En cualquier caso, sé que seguiré disfrutando los escasos momentos en que Madrid respira y se queda “sin nosotros”.
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