En mi ciudad, a eso de las seis de la tarde, cada día, acontece un peculiar fenómeno: las mujeres maduras salen, en tromba, a la calle. Van al teatro, a ver una exposición, a la presentación de un libro, a visitar a un enfermo, o a los nietos, a merendar con las amigas, a pasear, de compras, a pilates o yoga, a clases de sevillanas, a verse con su amado/a, a aprender inglés, a cursos de política internacional, al taller de acuarela, a la universidad de mayores… a lo que les da la gana.
Salen de casa, algunas aún se abrigan con sus ya anticuados visones, otras lucen gafas de diseño y pelos azules, aquellas se ajustan los leggins y disfrutan del confort de sus zapatillas deportivas. Son muchas, son mujeres, son veteranas, pudieran parecer similares, cortadas por el mismo patrón con ligeras variaciones, pero si nos acercamos un poco, si nos deshacemos siquiera un rato de nuestras ideas y prejuicios, observaremos que son muchas personas, cada una de ellas única e inimitable. Yo diría que, en muchos casos, son interesantes. Atesoran pasado, disfrutan del presente y sueñan su futuro.
Pienso esto
ya incluida en ese grupo de las mujeres de mi ciudad que salimos por la tarde, a nuestras cosas; vamos contentas,
ilusionadas, apasionadas con la libertad que nos brinda la edad y la ciudad. Y
reflexiono sobre ello tras observar, en
algunos sucesos cotidianos, el denominador común con el que algunos ciudadanos
(tanto hombres como mujeres) nos prejuzgan, y nos tratan. Se trata de un prisma
deformante que permite deducir que, como somos mayores, somos, en consecuencia,
cargantes, ignorantes, trasnochadas,
soporíferas, cuentistas y aburridas; diríamos que nos hemos vuelto semitransparentes.
Nos conciben pertenecientes a una especie denominada “abuelas”; que sí, algo piensan, algunas son
majas, cocinan bien, nos cuidan, las
queremos, pero se han quedado un pelín anticuadas: llevan monedero y dicen cosas como ”he ido al
Pryca”, “no veo de cerca” o “de qué va eso del metaverso”. Hay caricatura en
estos enfoques.
Lo pienso como testigo de algunas anécdotas recientes donde los “contrarios” me llamaban, o llamaban a otras, “señora” y no precisamente con el tono educado con el que un francés dice Madame, sino con una entonación especial ¿La escucháis? Algo así como ‘seññoora’, entendiéndose en el tono cierta condescendencia trufada de una contenida hostilidad. Algo así como: “pero ‘seññoora’, si es que no se entera, me está irritando y no tengo tiempo de explicarle de qué va esto. Sí, me está usted tocando las narices diciéndome que lo que hago no está bien hecho; pero ¿Quién se cree usted que es para recordarme que lo que es el “respeto”?.
No hablo aquí del respeto que se profesa a la edad, sino del que enaltece tanto
a quien lo expresa como a quien lo recibe, a las personas, a los ciudadanos. También
a las ‘seññooras’.
Tampoco nos engañemos; digamos que sí, hay ‘seññooras’ plastas, hay
gente plasta, no nos vamos ahora a hacer los santones, porque ya aprendimos hace
tiempo que no era cierto aquello del “to el mundo es güeno”. Mi afán aquí
es muy sencillo: orientar el foco sobre
dos aspectos. El primero: que no existe la especie, ni tampoco el género, ‘seññooras’:
lo que veis son mujeres de muy diversas personalidades; el segundo: que las
mujeres maduras, como cualquiera, están
llenas de vida, de experiencia, de ilusiones y de fantasía.
Y en este
modo, una buena pista teatral que acabamos de disfrutar en Los teatros del
Canal, Todas las canciones de amor, el monólogo interpretado magistralmente por Eduard Fernández, quien se convierte, literalmente, en su madre, para hablarnos con ternura, con profundidad y sin
un ápice de frivolidad; para mostrar desde
las tablas, desde un sencillo escenario, que en cada alma, aunque sea vieja,
aunque sea mujer, hay mucho contenido.
En esta pieza teatral, Eduard, es decir,
su madre, está sola. Su marido murió hace ya tiempo, su único hijo vive lejos su propia vida y
a ella, que ahora se levanta trabajosamente cada mañana, le quedan sus recuerdos, su amor. Entre estos surgen sus reflexiones, sus enfoques propios y su sinceridad. Y esto es lo que emociona (la sala casi entera
disimulaba sus lágrimas al aplaudir): la crudeza y la belleza de la verdad, la elegante
ausencia de reproches, la vida de una mujer sencilla y sus maravillosos
avatares.
El texto de
Santiago Loza es el eje vertebral del espectáculo ¿Qué más se puede pedir si,
además, lo interpreta un actor como Eduard Fernández, que ha recreado a su
madre desde sus entrañas, y lo dirige,
con amor, un director con la sensibilidad de Andrés Lima?
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