Ante la inquietud y la incertidumbre de los recientes días, la mayoría de los ciudadanos nos hemos aferrado a las mascarillas. Son de uso obligatorio si bien para la mayoría también es una opción voluntaria. Al fin y al cabo, usarlas y frotarnos las manos con el gel hidroalcohólico son casi las únicas opciones, indoloras, que tenemos para protegernos de “los otros”. Lo de las reuniones masivas, el negacionismo, los botellones y el ocio nocturno, ni comentarlo.
El caso es que pasear por lugares despejados se ha convertido en un cansino quita y pon de mascarilla; con el calor y las cuestas acabas hiperventilando y con las gafas empañadas. Ayer observé más cuidado que otras veces entre los paseantes, más esfuerzo por evitar pasar cerca y, sobre todo, por llevar la mascarilla bien puesta cuando había cruces entre varios. Sorprendentemente ya no nos inquietan los rostros tapados. Recuerdo ¡apenas hace unos meses! la sensación de rechazo experimentada ante los orientales con mascarilla en los aeropuertos. Lo que da un poco de pena es ver a los mayores con el “disfraz” de enmascarados, perplejos, sintiéndose vulnerables y extraños. Y casi aún más triste resultan las familias con bebes y pequeños que estrenan su vacilante caminar; ahora sus adultos de referencia son unos gigantes sin rostro ¿les quedarán secuelas?
En este contexto, me siento con cierta aprensión en una mesa apartada de un
quiosco veraniego a las afueras del pueblo. Un grupo de paisanos alborota en
una esquina. Mediana edad, rurales, van por el tercer “cubata” y sus
comentarios suben de tono. Mi cerebro se cortocircuita al escuchar cosas como “Y
esa sobrina tuya ¿está libre? porque yo me la echaba…”; “¿para qué te la vas a
echar, si tienes mujer?” Se ve que “echarse a una” es algo que se elige por derecho, sin consultar, porque, ¡mira tú!, una mujer es una cosa que ni siente ni padece.
Al rato llega una chica preguntando por un coche mal aparcado que molestaba la
salida del suyo, y resulta que el coche era de uno de estos prendas quien, encima, era su
primo. Mas bromas repugnantes del tipo “lo meto”, “te la meto” “estos meten,
yo no meto” agggghhhh.
El final fue de traca, digo el final pues me largue escandalizada, allí se
quedaron los mozos dándose la razón y riendo sus asquerosas gracias: el que
llevaba la voz cantante, pues pagaba las
rondas, exclama bien alto: “se lo he dicho a la María muy clarito, yo ni me
pongo mascarilla, ni me pongo condón”. Se le olvidó decir que él cerebro
tampoco se pone. A este tipo sí le quedaron
secuelas, no sabemos de qué, pero ¡qué asco!